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El calao bicorne que nunca olvidaré:

Un dia cualquiera de colegio, para un niño de 6 años. El medio día, otorga un descanso a las infinitas horas en las que el culo y la mente se cuadriculan, de modo que 24 diferentes culos tengan en el futuro, las mismas 24 mentes. Dos horas de descanso, de 13h a 15h. Llego a casa de mis abuelos y recibo la noticia de que ha llegado la revista del Zoo de Barcelona. Aquella, era la primera vez para mí, un nuevo socio del Zoo Club. Arranqué nervioso y torpemente el plástico envoltorio. ¿Cuál era aquel ave espectacular de la portada? Y dentro, un pequeño reportaje sobre los felinos, que ya entonces eran mis favoritos. La casualidad, decidió que no había mejor forma de empezar. Aquel evento se repitió cada tres meses en los siguientes años. De pronto aquellos maravillosos libros que tenía mi abuelo, colección Historia Natural de Editorial Bruguera (1969) recibían un competidor trimestral. Un mundo exótico, plasmado en papel que ayudaba a romper el monótono ciclo de colegio-dibujos animados-colegio. En los siguientes números, aprendí de memoria donde vivían y a identificar las grandes serpientes constrictoras, a saber cuales eran boas y cuales pitones, de la mano de Manel Aresté, sobre los últimos guepardos de Asia por parte de Josep García, autores a los que conocería personalmente 15 años más tarde. Un interminable número de revistas empezó acumularse. La revista del Zoo, ocupaba un lugar entre mis añoradas revistas Natura y los primeros National Geographic en castellano, pero en este caso en mi lengua materna. Por aquel entonces no había ordenador en casa, por lo que todo lo que se podía aprender era a través de libros, revistas o televisión o las cintas de vídeo. Los documentales de fauna, que yo por aquel entonces hubiera sustituido felizmente por cualquier asignatura e incluso por el recreo, se retransmitían en horario escolar, así que no había más remedio que invertir en papel y espacio. Sería hipócrita por mi parte, decir que el Zoo de mi ciudad, no ha influido en mi educación temprana y conocimiento de la fauna y la naturaleza. Claro que hay que añadir, el esfuerzo de mis padres, a regañarme severamente si golpeaba un cristal, a no darles de comer, a no quejarme si un animal no se dejaba ver, puesto que los animales no existen para que uno los vea, a leer un poco más en casa si surgía alguna pregunta y en apuntarme a las actividades que organizaba el Departamento de Educación. Es decir, el Zoo, al igual que cualquier otra institución, no puede educar por sí sola. Hoy repaso las viejas revistas, ya digitalizadas y me doy cuenta de que el Zoo de Barcelona ya entonces, publicaba artículos que poco tenían que envidiar a ninguna revista de divulgación.

 
 
Jaume Martín

 

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